DE LA PINTURA UN REFUGIO

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Entrevista a Gema Quiles (1994), vive y trabaja en Valencia, España.

La pintora valenciana Gema Quiles nos recibe en su estudio en la zona de Benimaclet, entre pinturas a medio terminar, pequeñas figuras de cerámica y cuadernos rellenos de minúsculos bocetos a lápiz. La artista nos cuenta que casi nunca planea lo que hace, que se deja llevar por la intuición y el puro y sencillo placer de crear, y que concibe la pintura como un refugio al que huir de todo lo demás. Cuando le preguntamos por su próxima exposición en el IVAM, dice que no sabe lo que hace hasta después de haberlo hecho, pero poco a poco, en sus respuestas, van colándose trazos de lo que late en sus obras: intimidad, violencia, deseo, y ese impulso de atenuar lo duro mediante un lenguaje más dulce o sencillo.

¡Hola, Gema! En otras entrevistas has contado que no eras la típica “niña artista”, que no tenías una vocación clara. Entonces, ¿Cómo ha sido el proceso de encontrar tu camino en el arte?

Pues no lo sé muy bien, si te digo la verdad. Últimamente he estado escuchando muchos podcasts de artistas que cuentan cómo desde pequeños ya sabían que querían dedicarse al arte, que lo tenían clarísimo. Y yo pensaba: “¿Y a mí qué me interesaba de pequeña?”. En realidad, no lo sé. Yo simplemente existía. No tenía una vocación concreta ni nada que me obsesionara. Pero creo que en parte eso es algo bueno. El otro día escuché a un chico que tiene un canal sobre arquitectura, Eric Harley, el de “Periferia Periferia”, y contaba algo que me hizo pensar. Decía que estudió Bellas Artes, no Arquitectura, y que justamente por eso le gusta tanto la arquitectura: porque no tuvo que sufrirla desde dentro. Y pensé que quizá si yo hubiera sido una niña apasionada por pintar, que iba a academias desde pequeña, igual le habría cogido manía.

Ahora disfruto de la pintura porque me he acercado a ella sin exigencias, sin presión, desde la curiosidad. Nadie me empujó, ni me aplaudió especialmente. Y así fue, sin drama, sin grandes planes. Pero supongo que por eso mismo se ha convertido en algo tan mío.

Has vivido etapas en el extranjero, como el Erasmus en Polonia y residencias artísticas en Barcelona. ¿De qué manera han afectado estas experiencias a tu trabajo?

A nivel artístico, vivir en el extranjero me ha aportado sobre todo la posibilidad de descubrir técnicas nuevas que no esperaba. Cuando me fui a Polonia, por ejemplo, descubrí la cerámica. Aunque no fue hasta Barcelona, durante la beca Hábitat, cuando realmente me metí en ella. Creo que fue porque la misma idea que yo tenía en pintura podía materializarse en esa técnica. Nunca me lo había planteado antes, simplemente porque no la había probado. Parte de la magia de irse fuera es justamente eso: llegar y dejarte sorprender por lo que te encuentras. Normalmente suelo ir sobre seguro, con una idea más o menos clara de lo que quiero hacer, pero cuando estoy en otro lugar me siento más abierta a experimentar y ver qué ocurre.

Por ejemplo, en Piramidón, una residencia en la que estuve hace un año en Barcelona, tuve un momento maravilloso para parar y mirar toda mi obra. Me dediqué a revisar bocetos, observar, reflexionar... Me sirvió muchísimo más que si me hubiera puesto simplemente a producir. Cada sitio me ha ofrecido algo distinto: la oportunidad de detenerme, de entender en qué punto estoy y qué necesito en ese momento.  Creo que salir del estudio de vez en cuando, descubrir nuevos lugares y trabajar en otros contextos también te da una nueva visión de lo que haces.


Desde el 14 de noviembre participas en la exposición colectiva “Disputa y Pausa” en el IVAM. ¿Puedes contarnos cómo surgió este proyecto, y resumir lo que has trabajado en él?


Esta exposición surgió a raíz de un programa llamado Arte y Contexto, que empezó en 2023 y se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo. Durante el primer año organizamos charlas, conversaciones, actividades... La idea era que todo eso culminara con una exposición. Por eso, el proyecto arrastra elementos de mis exposiciones anteriores, aunque también toca temas nuevos. Parte de una idea inicial: el banquete, entendido como el exceso, el festín, el momento de encuentro. Con el tiempo se ha ido contaminando de otras cosas que también me interesan, como la noche desde una mirada más intimista, que ya había trabajado en otras exposiciones.

Me gusta esa mezcla, porque mi idea desde el principio era trabajar con la escenografía. Presentar un banquete era, de algún modo, reunir elementos de mis obras anteriores: la mesa, la fruta, la recolección, las copas, el momento compartido… Me apetecía juntarlo todo en un mismo lugar y representar simultáneamente ese tipo de sensibilidad.



Una frase bonita que he leído en varios de tus textos es que consideras la pintura como un refugio. ¿De qué te refugias y por qué crees que puedes encontrar en el arte ese espacio de reposo o protección?

Es una pregunta complicada. Yo le doy muchas vueltas y nunca llego a una respuesta definitiva. Creo que la pintura, para mí, sí es un refugio, pero no tanto en el sentido de huida, sino más bien como un espacio de introspección.

Siento que, al igual que ocurre con la naturaleza, la pintura me permite descansar, tomar distancia, dejar de mirar tanto hacia fuera, al vecino, a lo que hacen el otro.... No siempre sabes de qué te refugias exactamente, pero sabes que lo necesitas. Hablar de sobre saturación visual es algo super manido, pero es que es verdad: hay muchísimas imágenes, estímulos, gente, arte… A veces necesito desconectarme un poco de todo eso, encerrarme en mi propio espacio y decir: “Yo me quedo aquí, me hago mis montañitas, y luego ya veremos”.

Creo que mi obra ha ido creciendo dentro de ese refugio. Aunque luego, cuando intento explicarlo, me entra una sensación de impostora y pienso: “Madre mía, esto suena una chorrada”. Pero lo cierto es que la pintura me ofrece un lugar que me calma, aunque no sepa exactamente de qué me protege.

En una conversación que tuve hace poco con otro artista, me comentó que para él la pintura se contrapone a la manera rápida y constante en la que nos relacionamos con las imágenes hoy en día, ya que tiene un ritmo más templado que le permite entrar en un estado mental pacífico. ¿Tú lo ves así también?

Creo que es absolutamente así. La pintura requiere de unos tiempos que tú no controlas, y eso también te lleva a meterte en ellos más profundamente. Luego no sabes cómo explicarlo. También creo que cuando pintas, estás en cierta manera también “conociendo” lo que creas. En ese sentido, la pintura se convierte casi como en una forma de leer o de escuchar música, o de entender la realidad, pero en tu propio lenguaje. Y yo creo que es inevitable que quieras apartarte de otros estímulos, porque necesitas concentrarte en ello con mucha atención.


En tu exposición individual “Hacia el Bosque, las Tormentas”  en la galería Herrero de Tejada explorabas la temática de la guerra y la violencia a través de una leyendo antigua. Leí también un texto en el que explicabas que recurrir a escenas más violentas era también una excusa para romper o deconstruir la propia forma pictórica, ¿no?

Sí, sí, totalmente. Para mí, muchas veces es difícil desligar el discurso narrativo del pictórico. En esa exposición, por ejemplo, sentía que tenía ganas de romper la figura, de integrarla en el paisaje, y de darle más dinamismo y violencia. Inevitablemente, las palabras o las imágenes que me venían en ese momento eran esas: violencia, batalla, guerra.

Eso hizo que, de forma natural, la línea discursiva de la exposición girara en torno a la idea de una batalla. Me parecía una imagen super chula y poética, pero no había detrás ningún texto ni un relato previo. Tenía más que ver con cómo sentía que necesitaba que se expresara mi trabajo en ese momento. También con cómo me sentía yo misma, casi en lucha con el cuadro.

La temática bélica está muy connotada, ¿Dirías que te interesaba apropiarte de escenas típicamente masculinas y replantearlas desde tu visión como mujer pintora?

Creo que sí, que algo de eso hay. No lo pienso conscientemente, pero me interesa esa mezcla entre lo masculino —lo duro, lo tosco— y lo dulce o lo delicado. Esos puntos en los que ambas cosas se entrelazan están muy presentes en mi obra. Me gusta esa idea de una batalla que, de pronto, aparece coronada de flores. Intento usar la violencia, pero no eliminarla, sino más bien transformarla. No tiene por qué ser una violencia como la histórica o la literal, sino una violencia dulce, más emocional. Esas contradicciones me gustan mucho.

Durante esa exposición me estaba leyendo un libro de Amélie Nothomb, “La metafísica de los tubos” y luego la segunda parte “El sabotaje amoroso”, que trata sobre una guerra vista desde los ojos de una niña. Los niños crean dos bandos, se capturan entre ellos, cometen barbaridades que, para ellos, son enormes, aunque para nosotros sean juegos. Esa mezcla entre inocencia y horror me pareció maravillosa: cómo lo dulce puede ser incluso más cruel que lo explícitamente violento.

Me interesa ese doble contraste; que el espectador tenga que leer entre líneas, imaginarse las cosas, completar lo que no está dicho. A veces, cuando algo se presenta con delicadeza, puede resultar incluso más inquietante que lo muy explícito, creo yo.


Me interesa que recurres a leyendas, mitos e historias fantásticas en un mundo que parece haber perdido bastante el interés por este tipo de relatos frente a una manera de pensar más racional o científica. ¿Buscas en la pintura un espacio más fantasioso y mágico desde donde expresar y comprender?

Yo creo que sí. Al final, es un espacio donde puedes crear lo que quieras. Y eso tiene ese punto de falsear cualquier cosa. Por ejemplo, yo utilizo muchos símbolos, pero no los incluyo refiriéndome a cosas específicas. Uso mucho el agua, las frutas… Pero no se refieren directamente a la realidad. Dentro de mi obra tienen su propio simbolismo. Eso parte, en cierto modo, de la idea de jugar, de crear tu propia fantasía, tus propias reglas. Creo que justamente eso es lo que ofrece: esa ficción que la realidad no te da.

Los diferentes símbolos que uso —como el agua o los limones, que aparecen constantemente— funcionan casi como una autorreferencia. Son elementos recurrentes que van adquiriendo un significado propio, que se transforma con cada obra. Al repetirlos en diferentes escenas o momentos, cada vez los utilizo de una manera distinta, y eso también va mostrando cómo evoluciona mi trabajo a lo largo del tiempo.


Continuando con esa lectura simbólica de tu trabajo, he leído que diferencias el bosque del jardín en tu trabajo. ¿Qué asocias a cada uno de estos espacios?


Cuando hablo de bosque y jardín, en realidad lo hago de forma algo arbitraria, aunque con el tiempo he visto que tiene un sentido. El jardín aparece cuando pienso en algo más estructurado, más ordenado, más bajo control. En cambio, el bosque me lleva al caos, a lo salvaje, a lo que no se puede dominar.

Por ejemplo, la exposición que hice en Herrero de Tejada giraba en torno al bosque y trataba sobre la lucha. Y creo que no se me habría ocurrido situar esa idea en un jardín. No es algo que piense desde el inicio, pero cuando lo miro después, veo que tiene lógica. De hecho, a menudo me pasa eso: que entiendo mis obras con más claridad una vez que ya están hechas. Cuando estoy pintando, prefiero no analizar demasiado lo que hago. Si me pongo a pensar demasiado, me bloqueo. Necesito dejar que fluya, y luego ya vendrá el momento de mirar y entender.

Entonces, ¿Dirías que trabajas de una manera muy intuitiva?

Sí, totalmente. A veces incluso demasiado. Me da rabia porque me gustaría tener más control, planificar mejor. Pero también sé que cuando me dejo llevar y me sorprende lo que aparece en el cuadro, es cuando más disfruto y cuando lo que pinto me parece más vivo o interesante.


También se reconoce algo edénico o bíblico en la manera en que representas el espacio natural. ¿Te apoyas específicamente en esas referencias?

Muchas veces me dicen que los elementos que uso tienen algo muy bíblico o religioso. Y sí, lo sé, y me hace mucha gracia; me parece encantador, porque en realidad no tengo un interés especial por la religión. Mi familia sí es religiosa, pero yo no tanto. Aun así, lo puedo ver, y me divierte. Por ejemplo, en la última exposición había una serpiente con una manzana. No se me ocurrió de la nada, evidentemente, pero tampoco fue algo planeado: simplemente surgió. Estoy segura de que viene de muchas cosas que están ahí, en el inconsciente, en las imágenes que vamos acumulando.

Mi proceso creativo es muy de observar, de salir, recolectar imágenes, referencias… Y luego encerrarme en el estudio para procesarlo todo y dejar que salga. De ahí emergen esas referencias que se van mezclando. Y, creo que, al trabajar con elementos muy primitivos, muy naturales, muy ligados a la esencia, es inevitable que aparezcan cosas religiosas o bíblicas. Al final hablan de deseos y emociones muy primarios, muy inherentes al ser humano. Por eso me parece normal que se confundan esas apariencias. Eso me gusta, me parece super bonito.


Estos símbolos se asocian a lecturas o conceptos concretos, pero también pueden resignificarse en la pintura desde la mirada personal de cada creador. ¿Lo ves así?

Como decíamos antes, son símbolos que cambian según el contexto: dependiendo de dónde los pongas, adquieren significados distintos. Puede estar el deseo, puede estar la muerte, la avaricia, el amor… Según el lugar o la historia en que los sitúes, se mueven hacia un sentido u otro.

Y eso está muy ligado a lo de las ficciones, que comentábamos. Para mí —aunque para mucha gente no lo sea— la Biblia, la religión, es una ficción increíblemente bien construida. Me parece la mejor de las ficciones. Y la pintura o el arte, de alguna forma, tienen esa conexión inevitable con ella. Sé que es un tema controvertido (me estoy metiendo en una camisa de once varas), pero es inevitable: si has nacido en un país con una cierta tradición religiosa, esos símbolos los consumes desde pequeño. Te atraen porque son los primeros que aprendes; son los que te enseñan lo que está bien y lo que está mal, lo que es pecado, lo que es deseo…

Y, claro, aunque en la adolescencia puedas rechazar todo eso, con el paso de los años vuelves a mirarlo y a menudo se vuelve algo interesante. Creo que con el tiempo también empiezas a disfrutar de estéticas que antes rechazabas o que sentías ajenas, y eso me parece precioso.


En tu trabajo predominan las figuras curvas, indistintamente de qué se represente. ¿Dirías que al unificar todas las formas a través de esta circularidad visual buscas también nivelarlas a nivel temático o simbólico?

Me parece muy interesante, porque en mi obra no se distingue claramente si las figuras son hombres o mujeres; son más bien andróginas, hermafroditas. No sé si es que no me siento preparada o simplemente no lo necesito, pero no me apetece ponerles cara a mis personajes. A veces pienso: “¿Debería hacerlo?” Pero luego siento que no, que no me interesa tanto su identidad como lo que hacen, lo que generan, el movimiento que provocan dentro del cuadro.

Lo femenino, lo masculino - todas esas capas que pueden estar presentes en mis cuadros. Hay delicadeza, violencia, deseo, intimidad… Pero al no tener los personajes rasgos definidos, no sabes hacia dónde va la cosa realmente. Están tocándose, hay contacto, tensión, anhelo, pero no hay una identidad clara: no sabes si es hombre o mujer, ni falta que hace. Son deseos o impulsos más primarios, no identidades concretas. Y eso me interesa mucho, que no marque una lectura cerrada, sino que te permita ver esa ambigüedad. Me gusta que convivan los opuestos: una figura grande y fuerte junto a una imagen más delicada o bonita, por ejemplo.

Para mí son casi elementos utilitarios, en el sentido de que sirven para activar la pintura, para que algo suceda. No tienen una identidad propia ni rasgos característicos, y creo que eso les permite fundirse más con el entorno pictórico, integrarse mejor en la composición. Quizás por eso me interesa que no se diferencie del todo un cuerpo humano de un árbol, por ejemplo. Están en un mismo nivel. Al final, para mí, ambos son pintura en ese momento. No necesito que tengan una personalidad definida, porque lo que busco es que sean un elemento más dentro del todo.


Por lo que estás contando, para ti lo más importante es el propio acto de pintar, ¿No?

Sí, siempre. Desde el principio, para mí —y también para la gente que me guía o con la que trabajo— la motivación principal ha sido pintar. Querer pintar, y poco a poco ir descubriendo qué quieres pintar y cómo quieres enfocarlo. Para mí todo esto no es una excusa, pero sí un lugar desde el que puedo crear, divertirme y explorar.

Respecto al estilo naíf, que a veces se ve en mis pinturas, con ese aire algo ingenuo o casi infantil... No es algo que busque de manera consciente, simplemente es lo que sale. Podría pintar de otra forma, más “acabada” o “mejor”, como diría mi madre [ríe], pero me interesa mucho más ver una mancha de color, algo que sugiera, que me hable sin estar completamente definido.

Puedo admirar la técnica y el virtuosismo, claro, pero me atrae más ese lenguaje directo del gesto, del color, de lo espontáneo. Me interesa ese aspecto naíf o incluso abstracto, porque el color es lo que más me llama de una obra. Y, además, cuanto más tocas algo, cuanto más lo perfeccionas, a veces menos consigues decir.


Por otra parte, hay elementos recurrentes en tu obra, como las manos gigantes, una imagen que a menudo se ha asociado con la idea del deseo, el anhelo, pero también de su reverso: la frustración, la incapacidad de tocar algo o alcanzar algo. ¿Podrías hablarnos de esta vinculación entre cuerpo – deseo? 

Creo que mi obra tiene mucha carga de erotismo y sensualidad, aunque a veces pienso que quizá solo lo veo yo. No hay escenas explícitas ni nada que directamente te lleve a pensar en eso, pero sí hay algo en el gesto, en el contacto. Por ejemplo, cuando mencionabas lo de las manos, lo he pensado: quizá el hecho de agrandarlas, de darles tanta presencia, tiene que ver con esa dimensión táctil, con el deseo.

También, cuando deformo la figura, me interesa explorar hasta qué punto puedo hacerlo sin que deje de ser reconocible. A veces agrando los pies o las manos, y para mí sigue siendo natural, sigue teniendo sentido. Me gusta moverme en ese límite: ver hasta dónde puedo llegar sin que deje de ser figura, sin que se rompa la comprensión. 


También hay algo muy escultórico en las formas que pintas. ¿Cómo se relacionan estas dos técnicas en tu trabajo?

Yo creo que inevitablemente veo la escultura desde un punto de vista muy pictórico. Creo que me obligo un poco a mantener esa mirada: trabajar con otros materiales, pero con el mismo pensamiento que tengo al pintar. No se trata de trasladar literalmente un elemento del cuadro al espacio, sino de construir con volumen y materia la misma lógica del cuadro. ¿Lo consigo? No lo sé, pero me gusta intentarlo.

Además, no me considero solo pintora. Me interesa crear, en general. Poder expandir lo pictórico hacia otras formas y materiales me parece super rico. Y cuando trabajo en contextos institucionales —donde no hay esa presión comercial o de venta— me permito experimentar más. Puedes plantear proyectos que no tengan por qué ser “embalables” o duraderos, sino que simplemente existan.

Mis figuras, de hecho, tienen algo de escultórico: son como mastodontes, casi muñecos de barro, como alguien me dijo una vez. Me encantó esa comparación, porque es justo eso: figuras hechas de la manera más directa posible, con brazos, piernas, torsos, y ya está. Algo muy primitivo, muy esencial. Me interesa esa conexión con lo elemental, con lo simbólico más básico.


Pasando a temas más generales… Cómo artista joven ¿Cómo ves el panorama de las artes emergentes en España?

Por lo que escucho, parece que estamos en un momento de crisis. Y sí, en parte se nota. En el circuito de ferias o galerías se percibe cierto estancamiento, menos movimiento, menos apuesta. Pero, al mismo tiempo, veo que están surgiendo muchas propuestas underground, sobre todo aquí en Valencia.

Hay más energía, más ganas de hacer cosas al margen del mercado. Es algo muy estimulante: proyectos autogestionados, colaborativos, con mucha frescura. Aunque no estén movidos por lo económico, están aportando miradas muy interesantes.


Entonces, ¿Es verdad lo que dicen? ¿Se está moviendo mucho la escena de artes emergentes aquí en Valencia?

Justamente hablaba de esto con un compañero hace poco. En los últimos años noto que hay más gente joven con ganas de juntarse, de hacer cosas nuevas. Antes lo veía todo más cerrado: cada uno en su grupo, en su estudio, sin mucha conexión. Creo que está cambiando.

Creo que, en momentos de precariedad, curiosamente, también surgen más ganas de comunidad, de reivindicar espacios donde puedan pasar cosas. Ojalá no hiciera falta un contexto complicado para que eso ocurra, pero sí: está generando movimiento, y eso es muy estimulante.


Y, para cerrar: ¿Sueños o planes de futuro?

Vivir de esto ya sería un gran sueño, sinceramente. Pero lo que más me gusta de esta profesión es la libertad que te da: la posibilidad de aprender cosas nuevas todo el tiempo.

Si pienso en el futuro, me imagino habiendo hecho muchas cosas, no necesariamente solo pintando. Me gusta la idea de ser experta en nada, pero haber tocado de todo. Hoy me interesa la pintura, mañana la cerámica, pasado el video... Mi ideal es poder seguir creando, aprendiendo, probando.

Uno de mis sueños, por ejemplo, sería construirme mi propia casa. Me encantaría hacerlo desde cero, a mi ritmo, con mis manos. Poder darle incluso un enfoque artístico al proceso, porque todo ese aprendizaje también es creación. Me imagino así: viviendo tranquila, rodeada de mis cosas y mis proyectos, disfrutando de seguir haciendo y aprendiendo.

Entrevista por Victoria Álvarez Conde. 03.12.25