LA CRUDEZA O LA TERNURA

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Entrevista a Lucía Gutiérrez Vázquez (b.1992), vive y trabaja en Madrid, España.

Hay algo especial - y muy meta - en esta entrevista, que ocurrió justo en el corazón de lo que bien podría ser un cuadro de la pintora madrileña Lucía Gutiérrez Vázquez, el jardín de su infancia. Estamos en la antigua casa de sus abuelos, lugar donde la artista pasó muchos de los veranos de su juventud, y al que ha decidido volver este año, pincel en mano, para retratar en vivo el color y la textura de sus recuerdos.

Junto a la tapia, el garaje, las regaderas celestes, bajo el sol de la tarde, la voz de la artista me conduce por escenas que reconozco tanto en los pequeños lienzos que decoran la entrada como en el propio paisaje que nos rodea. Es una experiencia casi mágica, como un acto de prestidigitación: veo la piscina azul, redonda, como un pequeño panteón, cercada por una verja de hierro, y en el cuadro, su reflejo —abstraído, transformado por Lucía en una imagen más difusa, poética. Creo que no hay mejor manera de comprender su pintura que desde este lugar, donde las imágenes pictóricas se entrelazan con los colores, la viveza y, en palabras de la propia Lucía, “la vinculación afectiva con el sujeto que pinta”. Sus cuadros, como me explica, no buscan representar sólo una impresión, sino la reacción emocional ante ella. Una impronta lírica que habita la memoria y la sensibilidad, un retrato de la crudeza o la ternuraque impregnan ciertas escenas que captura en su obra.

Lucía y yo hablamos sobre este y otros muchos temas. Todos ellos soleados, musicales, a flor de piel y situados en un espacio íntimo, recogido, como es su trabajo. Aquí, la estela que dejó nuestra veraniega conversación:

Empecemos por el principio: estudiaste Arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid y acabas de terminar un doctorado en esta área. ¿Se relaciona esta investigación con tu trabajo pictórico?

La tesis tiene que ver con la construcción del paisaje, con el concepto de paisaje como herramienta de poder político, desde un enfoque crítico en relación con lo más-que-humano. Se partía de una crítica a la lógica dualista en la disciplina arquitectónica y se exploraba una re-imaginación del paisaje desde una concepción menos antropocéntrica.

Creo que sí hay resonancias con mi pintura, aunque me cuesta encontrar conexiones, porque son maneras de hacer muy diferentes. La pintura me parece muy intuitiva, no tan racional. Mientras que el mundo académico te lleva a unos formatos, a una manera de pensar más estructurada.

Pero sí que hay temas compartidos. Por ejemplo, esto de lo más-que-humano: en lo que hago pintando, sí que hay un deseo de conexión con lo que pinto, que muchas veces son elementos que me rodean, como árboles, montañas, vegetación, rocas… La pintura se convierte en una mediación entre el sujeto y yo. Al final, con la pintura doy una visión personal de un paisaje, entendido “paisaje” de una forma muy amplia —que también puede ser una cama, que pinto como si fuera una montaña— y eso genera una ambigüedad que me interesa. Así que sí, hay una mirada compartida, aunque desde lugares bastante distintos.

En cuanto a lo político que mencionaba, la tesis lo aborda de manera explícita. Pero también creo que hay algo profundamente político en el hecho de pintar con un ritmo lento. Todo en la pintura va un poco a contracorriente del uso del espacio y tiempo que impone el mundo capitalista en el que vivimos. Hay algo en ese atrevimiento de mirar y compartir, de invocar una especie de ternura o cuidado hacia las cosas, que me parece político. Creo que eso también forma parte de lo que hago pintando: una atención plena, un intento de entender, de hablar del lugar desde el que vivimos.



Me parece muy bonito hacer esta entrevista aquí, en la casa de tu padre, donde has pasado gran parte de tu infancia. ¿Qué significa para ti pintar aquí y cómo afecta este espacio a tu trabajo?

Hay algo muy fuerte en el espacio familiar, propio, en algo que ya sientes como tuyo… Hay una relación afectiva, mucho cariño por esta casa. Volver a ver eso me emociona, y creo que esa emoción es justo el punto de partida que necesito para empezar a pintar. Si no estoy emocionada, no sale bien.

Los mejores cuadros —bueno, decir “los mejores” es difícil— pero creo que los que mejor funcionan, los que más le gustan a la gente o con los que yo estoy más satisfecha, tienen que ver con estar en una atención absoluta en ese momento. Estar completamente conectada, como pensando “estoy poniendo todo de mí en esta pincelada”. Ni siquiera siento que sea tanto yo, no es algo desde el ego. A veces vuelvo a ver lo que he pintado y me sorprendo porque cuando pinto entro en un estado distinto. Una temporalidad diferente, un espacio muy intensificado que también me sorprende luego.

Sobre la casa, pensé que venir aquí me conectaría con una sensación, con un recuerdo, con una experiencia de mi infancia. Pero eso no ha pasado como esperaba. Quizás en otro contexto lo habría logrado, pero no aquí. Esa ha sido una sorpresa. La realidad es que me he dado cuenta de que lo que tengo que buscar es algo que me emocione en el momento presente. En la casa tal como es ahora, no la casa que viví hace 25 años. Ha sido un aprendizaje. Me alegro de estar aquí y pasar tiempo en este espacio, pero también me da más libertad para decidir y entender que puedo encontrar esa emoción en cualquier sitio.

Eso sí, estando aquí con la parra y el pozo, hay algo de este lugar conocido, que puedo conocer aún más a través de la pintura…  Eso me gusta muchísimo que me pase justo aquí. Hay también algo de rendirle homenaje a esta casa. Como soy muy nostálgica, siento que hay una especie de vanitas del lugar. Como si pensara: “esto quizá desaparezca, pero antes de que eso pase, quiero estar presente, pintarlo, retratarlo.” Por mí y por mis recuerdos. Como una forma de guardarlo, de rendirle homenaje.

De un modo más genérico, aparte de las obras que has hecho en esta casa, me gustaría que nos contases cómo es el proceso de empezar un nuevo cuadro: ¿Parte del recuerdo, la observación, una emoción…?

Aquí se entrelazan varias cosas. Por un lado, hay algo relacionado con el afecto que me interesa mucho al pintar. Una doble acepción: el afecto como emoción hacia aquello que pinto, y también la idea de dejarse afectar, de estar en un estado de permeabilidad, de apertura. En ese sentido, sentí que esta casa me ofrecía la posibilidad de explorar justamente ese camino.

En general, cuando pinto, más que elegir un tema concreto, sigo un impulso que tiene que ver con querer mirar, con querer acercarme. Porque no se trata solo de lo visual, sino de establecer una relación con aquello que estoy pintando. Es como si subrayara en un texto las palabras clave que me dicen algo más. Poder abstraer ciertas partes de la realidad, remarcar unas cosas sobre otras. Me interesa mucho poder traducir esa sensibilidad, ese acento.

También entiendo el propio acto de pintar como una búsqueda. Comienzo sin saber muy bien qué voy a pintar, sin tener ideas preconcebidas. En ese sentido, me atrae mucho del óleo, ya que es una técnica que deja huella del proceso: del mirar, de la búsqueda, de la duda. Muestra dónde has querido insistir, marcar algo con fuerza… La materia del óleo revela incluso la velocidad con la que has pintado; a veces más tranquila, otras más enérgica.

A veces incluso me sorprendo a mí misma. Ya no es tanto algo que hago para comunicar, sino más bien para entender. Muchas veces es frustrante, con esa sensación de “esto no era, esto no es lo que estoy creyendo ver.” Pero, aún así, siento que en el proceso de pintar una también va cambiando. Es algo muy vivo.

También hay lugares concretos que han sido importantes. Y esta especie de obsesión con ciertos colores. El color es fundamental en lo que pinto. En esta casa, por ejemplo, ha aparecido constantemente el azul cerúleo, en todos los cuadros. Me sorprende mucho cómo un mismo lugar te ofrece una paleta específica que se va repitiendo. No es algo buscado, simplemente ocurre. Me ha pasado otras veces, darme cuenta después de que usaba un color en todas partes sin ser consciente.



La siguiente pregunta es justamente sobre el color, que como acabas de decir domina mucho en tus obras. ¿Lo concibes como una manera de canalizar emociones?

Sí, totalmente. Pero todo sucede de una manera muy irracional e intuitiva. Por eso hay cuadros que se quedan simplemente en una mancha de color —como ese negro— y, de repente, es como: “pues ya está.”

Eso sí, estoy bastante obsesionada con la composición. Me importa mucho observar qué efecto tiene un color dentro del cuadro, y también la forma: que sea una diagonal en vez de una línea horizontal o vertical, por ejemplo, cambia absolutamente todo.

Cuando trabajo en un formato más grande, también pasa que ciertos colores te envuelven. Estoy intentando explorar esa relación con la escala. En formatos pequeños, a veces el cuadro se vuelve casi un objeto que puedes atesorar, y el color está como contenido entre las manos. En cambio, en formatos grandes, el color se expande, te rodea. Y no es solo el color, sino también el gesto que implica ponerlo en el lienzo. La verdad es que es una relación muy fuerte. Me cuesta explicarla. Llega un punto en el que deja de ser racional, y aparece una poética del color que no sé muy bien cómo nombrar, pero que siento que está ahí, presente.

Otra cosa que me llama mucho la atención en tu trabajo es el tratamiento de los espacios de interior y de los de exterior. ¿Sientes una diferenciación entre unos de otros, y los temas que tratas en cada uno? 

Yo creo que sí, y por eso estoy aquí también. Porque en el taller, solo, siento que hay algo que me falta. La relación con lo vivo, con el exterior, con el campo, me hace mucho bien. Me gusta estar ahí. En los interiores, quizás, puedo elaborar durante más tiempo. Aunque a veces también hago sesiones de una hora y ya está. Pero sí, es otro tipo de trabajo: más elaborado, más meditado. En el taller suelo trabajar con referencias de pintores desde el Renacimiento hasta la actualidad. A veces construyo naturalezas muertas, y otras veces parto de cuadros que me gustan. Me gusta mucho entrar en esa conversación con otros artistas, como si el cuadro fuese también un diálogo con esas miradas ajenas.

A veces me gustaría volver a pintar en una casa, volver a esa dimensión más íntima, más recogida. Hay algo que me ronda mucho la mente últimamente: la relación entre la forma y el contenido. Tengo ganas de hacer una investigación sobre lo íntimo o la ternura a través de la pintura. Y me pregunto: ¿eso pasa por elegir un motivo que ya remita a lo íntimo o a lo tierno? ¿O puede aparecer simplemente en la forma de pintar, en la manera de acercarte?

Creo que no tengo una respuesta cerrada. Me doy cuenta de que hay temas que me facilitan ese acercamiento a ciertas sensaciones que busco, pero también siento que podría pintar casi cualquier cosa si me acerco desde un lugar de ternura, si pongo el acento ahí. Es como subrayar algo, marcar una intención. No sé… a veces me cuesta racionalizar todo esto.


¿Y si tuvieses que poner en palabras esa sensación que buscas?

Claro, por un lado, pinto precisamente porque es difícil expresar con palabras. Porque, en realidad, no quiero ponerle palabras. Me resulta complejo, y quizá tampoco quiero condicionar lo que la gente recibe. Pero bueno… Para mí, siempre hay una dimensión de intimidad muy presente. Pero la sensación que busco… No lo sé. A veces pienso que podría ser algo parecido a la calma, aunque no exactamente. O algo que me resulte bello, aunque en un sentido muy amplio. Porque, de repente, una barra de plástico puede tener algo que me llama, algo que no sé explicar… Pero que está ahí. Aunque me cuesta mucho nombrarlo.

Esto es un poco distinto, pero pienso también mucho en la música. De hecho, hace poco me preguntaba: ¿Cómo se traduciría en pintura la música folk, o la música popular? Ahí siento que hay algo que me interesa, como un lugar desde donde me gustaría pintar. Hay algo ahí, una especie de sencillez compartida que me atrae. No sé si es por el hecho de que sean canciones compartidas, o por su estructura tan elemental… Pero me interesa esa dimensión. Tiene que ver también con esta casa —con algo muy esencial, muy de mis recuerdos de infancia— sin querer idealizarlo, pero con una cierta verdad. Como si dijera: “esto es lo que tengo, y ya está, no necesito más.”

A veces me pongo música para pintar, porque noto que me hace pintar de una forma concreta. Como decía antes, la energía, la velocidad del gesto, eso se ve en el cuadro. Es muy musical.


¿Tienes referencias concretas que puedas mencionar?

Richard Diebenkorn, Georgia O’Keeffe… Últimamente estoy muy pillada con Howard Hodgkin. Entre los pintores del siglo XX también Milton Avery, Joan Mitchell. Y Morandi, que es algo que a veces olvido y luego, cuando vuelvo, es como: “fuah!”

También desde que estuve en Florencia hace un par de años —bueno, en realidad desde antes— me interesa mucho la pintura renacentista y prerrenacentista italiana: Masaccio, Giotto, Piero della Francesca… Esa mirada, esa forma de construir.

También hemos comentado esa mezcla entre lo figurativo y lo abstracto en tu trabajo. ¿Podrías contarnos cómo te posicionas tú respecto de eso, y qué te lleva a una forma o a la otra?

Me posiciono en querer que no sea una dicotomía. Me parece una división simplista, casi obsoleta. Para el catálogo de mi última exposición, Antonio Muñoz Molina escribió un texto en el que hay una frase que me encanta: “no hay visión que no sea abstracta.” Me parece muy bonita, muy acertada. Incluso en la pintura que se supone que es muy figurativa, si te acercas a un detalle, es pura abstracción. Y al revés, hay cosas que parecen abstractas, pero que muchas veces parten de algo muy concreto, de un modelo real.

Me gusta evitar esa distinción, aunque a veces cueste. No quiero ceñirme a un tipo de etiqueta. A veces, en una misma exposición, puede haber poca diferencia entre unos cuadros y otros, pero en otras ocasiones hay piezas donde se reconoce perfectamente lo que estoy pintando, y otras donde no. Me interesa precisamente eso: mezclar, diluir, dejar que convivan distintas formas de representación en un mismo cuadro. Creo que eso tiene que ver con cómo pongo el acento en las cosas. A veces basta con una mancha, y otras con algo más definido. Esa convivencia me sirve. Me gusta cuando la pintura entra en una zona de ambigüedad.

También me interesa romper con la clasificación tradicional por géneros. Por ejemplo, hacer el ejercicio de pintar una flor, pero desde otra escala, como si fuera un paisaje. O unas sábanas que, en la abstracción de la pintura, se convierten en una montaña. A lo mejor sigue siendo figurativo, pero ha pasado por una serie de procesos que lo modifican. Es en esa zona híbrida donde me siento más cómoda, donde creo que están jugando las dos cosas. Por eso me cuesta diferenciarlas.


Vale, se viene pregunta intensa, ya te aviso. Hay muchos pintores que dicen que la pintura les conecta con una especie de trascendencia, algo que va más allá de ellos mimos. ¿Tú compartes esa sensación?


Sí, totalmente. Trascendencia, pero más ligada al momento presente, no a esa idea de que “mi pintura va a trascender”. Es algo diferente…

Hace poco leí sobre el estado de “Flow”, no sé si es eso exactamente, pero es como cuando no eres dueño de tus gestos; el cuerpo entra en una conexión que va más rápido que la cabeza. No hay intencionalidad consciente, sino mucha intuición y energía. Es como estar viendo algo y, a la vez, expresarlo como si fueras un canal. Esa sensación que se escapa a cualquier intento de control.

No quiero ponerlo en términos muy místicos, porque tampoco es eso, simplemente es una forma que no puedes forzar. Por eso creo que tiene mucha verdad. Las mejores pinceladas, no sé por qué las hago; simplemente salen rápido, como con una certeza interna. Es como cuando haces deporte o bailas y estás totalmente centrada en una parte del cuerpo, totalmente en el presente. Esa sensación es increíble, aunque también a veces puede ser muy jodida. La apertura de darlo todo, de volcar toda la emoción, de entregarte completamente en cada pincelada. Eso es para mí lo trascendente.


Me interesa también que nos cuentes cómo es el proceso de pasar estas piezas tuyas tan íntimas al espacio de la exposición.

Pues es bastante brutal. El año pasado hice una exposición individual en Galerie Mercier en París, que llevaba preparando bastantes años. A partir de 2021 cada vez fui pintando más y en verano de 2023 me fui a el Val de la Sabina, una aldea que está en El Rincón de Ademuz, con mi pareja, a pintar allí. Fue una experiencia muy importante.

De esta etapa llevé 60 cuadros al galerista de París, un montón. Fue increíble verlos todos juntos, porque me permitió entenderme mejor. La realidad es que no dejo de buscar, sigo en ello, y soy consciente de que el proceso de los últimos años ha sido el de buscar un lenguaje, casi un lenguaje pictórico propio, de ponerme en conversación con toda la historia del arte y de la pintura. Al verlos todos juntos, en el suelo de la galería, de repente fue como “guau”. Adquirió otros sentidos, otras lecturas.

Igualmente, el momento de componer la exposición —qué cuadros se asocian con cuáles, cuál es el recorrido, cómo lo ve la persona que te acompaña— es algo que me parece muy bonito. La relación con el galerista también me gusta mucho: ese momento de poner nuestras impresiones en común y ver qué funciona mejor. También me interesa la dimensión arquitectónica de ponerlo en un espacio, es bestial. Incluso decidir la altura a la que se cuelga un cuadro: te llega de una manera o de otra. Es muy interesante.

Luego está el tema de lo comercial, que inevitablemente forma parte de exponer. Yo creo que intento separarlo un poco. Obviamente quiero que se venda, porque es lo que me permite dedicarme a esto, pero intento que eso no aplaste todo lo demás. Que no me preocupe más de si voy a vender o no que de lo que estoy contando. Y también es genial la asociación con una galería por eso, porque yo no me tengo que preocupar de vender. No es mi labor. Yo me tengo que ocupar de lo que he pintado. La verdad es que ha sido un año en el que he trabajado muchísimo; ha sido cansado, pero también muy bonito.


Sé que actualmente estás en residencia en C-Factoría, donde presentaste un proyecto sobre la escala en la pintura. ¿Puedes contarnos un poco más sobre este tema?

Lo que propuse para la residencia en C-Factoria fue explorar la relación entre la escala en la pintura y la intimidad. En la pintura, hay muchas decisiones que tomar en relación a la escala: desde el tamaño del formato que eliges hasta el tamaño al que representas una figura dentro de ese formato. Esa decisión —de hacerlo más grande o más pequeño— cambia totalmente la manera de recibirlo y también de pintarlo. Está también la relación con el modelo, si estás tomando uno de la realidad: la distancia, la proporción… Y luego, la que se establece entre el cuadro y el espectador, o incluso conmigo misma. Por ejemplo, me fascina cómo un gesto que en un formato pequeño puedes resolver con un pincel y un movimiento mínimo, al trasladarlo a gran formato se convierte en algo corporal, casi coreográfico.

Otro aspecto que me interesa mucho de esta investigación tiene que ver con lo material. Últimamente me pregunto: si quiero llevar algo que controlo en pequeño formato a un formato grande, y ver si eso se convierte en algo más envolvente en lugar de algo más íntimo o contenido, ¿cómo se tienen que transformar mis herramientas? Hay una cita que me gusta mucho de Georgia O’Keeffe. Le preguntan por qué pinta las flores tan grandes y ella responde: “Nadie me pregunta por qué pinto el río tan pequeño.” Me parece muy interesante esa convención implícita sobre la escala: lo que se espera que sea grande o pequeño, sobre todo en relación con el paisaje o a los objetos. Me interesa revisar y romper esas convenciones.

Otra referencia que me inspira mucho está en El Libro del Arte de Cennino Cennini, donde se menciona que una manera de pintar un paisaje de montañas es colocar piedras o rocas sobre la mesa y pintarlas como si fueran un paisaje. Me parece una forma muy conceptual e intuitiva de entender el cambio de escala, y me gusta pensar desde ahí. De hecho, el proyecto que planteé se llama “Pintar un pétalo como si fuera una montaña”.

Al hilo de esto, en una conversación reciente con otro artista, surgió una idea que me pareció muy interesante: que la poesía, aunque a veces parece imprecisa, en realidad es todo lo contrario; es muy precisa en su aparente imprecisión. Según hablamos, y viendo los cuadros en directo, me preguntaba, ¿tú también ves algo de eso en tu práctica, esa forma de decir poética, como una definición indefinida?

Sí, totalmente. La poesía hace cosas con el lenguaje que son increíbles. Es capaz de contar una emoción, una visión, una mirada sobre el mundo que nadie ha dicho así, y es como: “Joder, sí, es eso.” Yo entiendo la pintura desde ahí. Muchas veces, de forma frustrante, porque no siempre sale, y es como: “No, esto no es lo que quiero decir.” Pero cuando sí pasa… Es algo que va más allá de lo que tú podrías haber planeado. Como algo que se escapa de ti, que no puedes controlar del todo, y que expresa más de lo que tú misma podrías haber dicho.

Hay un libro que se llama “El Arte de Encender las Palabras”, de Berta García Faet. Este libro es más bien un ensayo sobre escritura y poesía, pero cuando lo leí, establecía constantemente notas mentales de traslación a la pintura. En ese libro, Berta escribe:

“Digo que cada decir poético dice una, su verdad. Digo que Emily Dickinson dice: «di toda la verdad pero dila sesgada». Digo que la poesía que me conmueve busca plasmar unas, sus convicciones íntimas: la crudeza o la ternura de una existencia singular”.

Esa última frase es exactamente como yo entiendo la pintura.

Citando a más autores, justo ayer, hablando de Mary Oliver, hay un poema que dice algo así como “Instrucciones para vivir una vida”. Dice: “Pay attention. Be astonished.Tell about it.” Eso tiene muchísimo que ver con cómo entiendo yo la pintura: prestar atención, tener una atención plena, estar atenta, sin una intención concreta a priori. Estar porosa, abierta, afectada…Dejar que te sorprenda. Y contarlo.


Y, mal que me pese, vamos con la última pregunta… ¿Sueños de futuro, proyectos, planes?

Ahora me atrae mucho el gran formato. Me inspira respeto, claro. No quiero abandonar lo que he estado haciendo hasta ahora, los formatos más pequeños, que también me encantan. Me interesan ambos. Pero ahora que tengo el espacio para hacerlo, sí que me gustaría probar con el gran formato y aprender. Ayer mismo estaba como una especie de alquimista: “Más aceite, más trementina… Este bote no sirve… Me he quedado sin color… Esta espátula…” En fin, lanzándome a toda esa parte tan artesanal. Es justo donde estoy ahora y lo que quiero seguir aprendiendo, igual que cuando empecé a mezclar colores en una paleta por primera vez.

Como sueño, me encantaría que alguno de esos cuadros grandes funcionase. Eso también es difícil de explicar: cuándo puedes decir que un cuadro funciona y cuándo no. A veces simplemente lo sabes, es como “ya está”, se siente evidente.

También me gustaría hacer alguna colaboración con otros artistas. No necesariamente desde la pintura. Una de mis mejores amigas es dramaturga, y siempre pensamos en hacer algo juntas. No sé aún qué forma tomaría, ni en qué formato, pero me apetece aprender de otra gente, fusionar cosas.

Y, ojalá, poder seguir ganándome la vida con esto, que también es importante. Me gustaría hacer más exposiciones. Y ya que estamos soñando… Pues que vaya muy bien, ¿no? [Ríe.] Que siga interesando, gustando… Y que a mí me siga entusiasmando. Sobre todo, eso: poder seguir pintando de manera intensa, constante.



Entrevista por Whataboutvic. 30.07.2025











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