Entrevista a Iris Sanmartín (1996), vive y trabaja en Barcelona, España.
Érase una vez un lápiz y una artista, que a los trece años vendió todos sus cómics manga para dedicarse a escarbar en los álbumes de fotos de su familia: la librera, la contorsionista circense, el hijo del anarquista, el que trabajaba en cine, el que tenía un caballo… Historias, memorias y personajes que reaparecen en sus delicados cuadros de pequeño y gran formato, apilados como montones de libros en su estudio en Zona Franca.
Dentro, Iris va desplegando las obras ante mis ojos, como quien pasa las páginas de un diario. La primera vez que vi su trabajo fue en manos de un amigo en común que le había comprado un diminuto rectángulo de madera decorado con una carita algo esquemática de una mujer dormida, casi un dibujo infantil en tonos pastel. Desde entonces, la artista ha expuesto su trabajo internacionalmente, en ciudades como Londres, París, Madrid, Barcelona y Palma de Mallorca. Ahora, en directo y de vuelta en Barcelona, la artista se lía un piti tras otro, enigmática y tatuada, y fuma mientras hablamos sobre la infancia y la sexualidad, sobre los paseos y la duermevela. También sobre la fantasía y la literatura para niños, los diarios y la memoria, y sobre esa cosa un poco naïf que tiene su pintura y que, según ella, le permite ser algo ambigua: no darse a un mensaje fijo o fácil, ni casarse con nada, ni con nadie.
	
Érase una vez un lápiz y una artista, que a los trece años vendió todos sus cómics manga para dedicarse a escarbar en los álbumes de fotos de su familia: la librera, la contorsionista circense, el hijo del anarquista, el que trabajaba en cine, el que tenía un caballo… Historias, memorias y personajes que reaparecen en sus delicados cuadros de pequeño y gran formato, apilados como montones de libros en su estudio en Zona Franca.
Dentro, Iris va desplegando las obras ante mis ojos, como quien pasa las páginas de un diario. La primera vez que vi su trabajo fue en manos de un amigo en común que le había comprado un diminuto rectángulo de madera decorado con una carita algo esquemática de una mujer dormida, casi un dibujo infantil en tonos pastel. Desde entonces, la artista ha expuesto su trabajo internacionalmente, en ciudades como Londres, París, Madrid, Barcelona y Palma de Mallorca. Ahora, en directo y de vuelta en Barcelona, la artista se lía un piti tras otro, enigmática y tatuada, y fuma mientras hablamos sobre la infancia y la sexualidad, sobre los paseos y la duermevela. También sobre la fantasía y la literatura para niños, los diarios y la memoria, y sobre esa cosa un poco naïf que tiene su pintura y que, según ella, le permite ser algo ambigua: no darse a un mensaje fijo o fácil, ni casarse con nada, ni con nadie.

Fuiste residente en Casa Antillón, en Madrid, hace dos años y últimamente has participado en varias exposiciones colectivas aquí en Barcelona. Antes de eso, ¿Cómo empezó todo? ¿Puedes contarnos tu trayectoria en los últimos años?
Imagino que es la misma historia que solemos compartir aquellas que pintamos. De pequeña dibujaba, ¿no? Sí, lo mejor es empezar así: de pequeña dibujaba.
Mi abuela era pintora, aunque no profesional. La pintura estuvo muy presente en mi infancia, porque pasaba mucho tiempo con ella de niña. Ella inventaba juegos creativos, me llevaba a museos y tenía una gran biblioteca, con algunos títulos de arte. Ahí fue despertando todo. Luego, a los seis o siete años, cuando solemos dejar de dibujar, descubrí el manga.
Empecé a dibujar cómics, pero me pasaba cierta cosa que después, con el tiempo, he acabado entendiendo: si bien los empezaba, nunca los continuaba. Solo podía hacer la portada. Hacía la portada, quizás la primera página... Pero no seguía la historia. De alguna manera, ya estaba haciendo cuadros. Una sola imagen, una escena fija. Si quería contar una historia, la escribía. Repetir un mismo personaje, darle continuidad en el dibujo, me aburría enormemente.
Después cursé el bachillerato artístico y terminé estudiando ilustración infantil y autoedición. Es algo muy específico, que tiene esa cosa, ingenua - en el sentido de libre - que disfruto mucho. Me permitió dejarme llevar por cosas que no están tan cerradas, que quizá tienen un discurso, pero en otro plano, de forma menos directa. La ilustración infantil parte del cuento, de la fábula… Trabajábamos con buenos textos, algunos de los cuales se servían de un trasfondo potente. De niños, reconocemos en cierta medida ese contenido. Cuando los releemos de mayores, cobran otra dimensión. Reencontrarme con esa puerta me animó bastante. Aún con esto, rápidamente advertí que volvía a ese sentimiento de la niñez con el cómic; que estaba limitada por el formato.
Entonces entré en Escola Massana, donde estudié Artes Aplicadas. Pintura, cerámica, escultura… Hasta performance, haha. Ahora mismo estoy en segundo de Filosofía, aunque eso ya es aparte.

En tu trabajo aparecen recurrentemente personajes y símbolos típicamente femeninos. Me llama la atención, y ahora que mencionas tu formación en ilustración infantil me sorprende menos, que se trata de un mundo entre infantil y adolescente. ¿Qué te atrae de ese imaginario o de dónde vienen esas imágenes?
Entiendo que vienen de siempre, de mis recuerdos... Todo tiene un punto autobiográfico que creo que sucede de manera general a las personas que crean. Da igual lo que hagas, considero que aquello que añades u omites tiene que ver con tu día a día, con tus inquietudes y tus convicciones. En mi obra, no es tanto que yo diga “quiero representar esto”, sino que son huellas que se han ido acumulando… Y que, de pronto, resurgen.
Es probable que lo que escribo, lo que dibujo... Toda esa amalgama remite en gran medida a dos cosas. La primera sería la infancia, comprendida en un sentido algo romantizado, un poco al estilo de Wordsworth. Entrar en ella me gusta más o menos, pero he de admitir que me conmueve la existencia de una época vivida con una agudeza natural y falta de prejuicios - más cercana a la verdad, por así decirlo. Es como si el recuerdo de haber jugado de verdad, y la posibilidad de volver a hacerlo en el presente o futuro, pudieran traer luz a nuestra vida adulta.
Justamente la residencia en Casa Antillón acabó girando en torno a eso. Lo que en un primer momento iba a ser un bestiario medieval reinterpretado en clave contemporánea, terminó siendo una propuesta sobre el recuerdo infantil, sobre cómo este se va transformando dentro de nosotros. Tienes el recuerdo de la vivencia, pero este va cambiando y reformulándose. Se impregna de lo que vives después, lo alimentas con otras experiencias.
En segundo lugar, apuntaría a la importancia de aquellos momentos en los que me encuentro a solas. De ahí deriva la relación con lo femenino, con la intimidad. Paseos, la casa, nadar en la piscina, mis obsesiones… Ese tipo de cosas. En los paseos suceden cosas muy curiosas. Una de ellas es que estos implican al cuerpo y al pensamiento de una forma bastante peculiar. De entrada, caminar es un gesto más bien monótono, bastante neutral, por así decirlo, pero sin ser pasivo del todo. Creo que se piensa de forma diferente cuando se está en movimiento y cuando, además, este es automático. Entonces surge la sensación de que la mente se adecúa a ese ritmo, que camina también.
Además, puedes toparte con interacciones sorprendentes. Me inspira mucho el factor sorpresa. Cuando paseas sin rumbo, pasan cosas que no esperas porque no vas a ningún lugar en concreto, no hay plan, no tienes que verte con nadie. Puede pasar cualquier cosa.
Si bien la raíz de mi interés está puesta en las relaciones que establecemos con el entorno y las personas que nos rodean - pues supongo que de eso va un poco todo - esos ratos a solas me sirven para poner orden a mis ideas. Me ayudan a tomar distancia, a comprender cómo operan estos vínculos. Para mí es vital representar cómo se da ese espacio, al mismo tiempo que procurármelo. También que, al crecer como hija única, una se acostumbra a montarse películas en su cuarto y luego le cuesta desprenderse de ello.
En mi trabajo también hay una parte muy familiar. Las distintas profesiones de mis abuelos: la librera, la contorsionista de circo, el hijo del anarquista, el que trabajaba en el cine… Todo recogido en las fotografías de los álbumes familiares. Pido mucho a mi familia que me envíen fotos. Por ejemplo, ese cuadro de ahí...
[Iris señala a un cuadro sin terminar en el que aparece una fastuosa mujer de pie sobre un hombre, en la playa, ambos en bañador.]
La chica del centro parte de una foto de mi abuela cuando tenía unos 12 años. Sale subida sobre mi bisabuelo, aunque en el cuadro no se parece en nada. Es otra persona, en otra pose, con otros personajes de fondo. Pero hay algo de eso, de conservar la memoria y poder retornar a ella. También algo de rehacerla, supongo.
Otras veces, las ideas se presentan justo antes de dormirme. En esos momentos surgen secuencias de imágenes y una cierta narrativa - de ahí pueden salir cuadros. Supongo que son momentos en los que opera la memoria.

Enmarcado en el imaginario femenino del que hablamos, también hay referencias explícitas a la sexualidad y a la masturbación, en escenas que a menudo producen una cierta tensión. ¿Qué buscas explorar a través de este tipo de imágenes?
El deseo y la sexualidad están muy presentes en mi trabajo, incluso cuando hago paisaje o cualquier otra cosa. Para mí, la práctica pictórica es algo muy sensual, muy de la carne.
En esta nave puedo pintar cómoda porque tengo buena relación con las personas que me rodean, pero realmente cuando entra alguien a visitar, paro de pintar de golpe, porque me parece un ejercicio muy privado, casi masturbatorio. Un diálogo conmigo misma, más dulce o agrio, depende del día.
En cuanto al deseo, creo que está muy presente en mi vida todo el tiempo. Cómo opera y cómo nos mueve, hacia qué lo dirigimos…Concretando un poco, también me interesa en cuanto a las relaciones de poder que se dan dentro de la sexualidad. Este punto puede verse representado en mi obra, aunque intento no hacerlo de manera demasiado explícita. En parte creo que siempre utilizo una paleta suave, un tipo de dibujo bastante plácido, para que una escena que podría ser muy cruda se atenúe, y quede en un lugar más ambiguo.
Por ejemplo, el cuadro de la chica levantándose el vestido. Ni yo sé exactamente de dónde salió ese cuadro. Empezó como una broma, como cuando estás con una amiga y meas en la calle, ese momento de complicidad. Luego ya no sabía si estaba pintando una escena de exhibicionismo entre desconocidas, o qué.
Pero, eso: lo que podría ser más rudo, más literal, de pronto, cuando pones determinada cara, determinado uso del color, se rebaja un poco y queda en un punto más liminal. Eso me interesa, tratar el deseo de forma más orgánica, incluso aunque esté hablando de recuerdos traumáticos o dolorosos. Creo que en este aspecto puede llegar a ser incluso una labor positiva para mí. Un proceso, no de romantizar estas vivencias, pero sí de darles otra mirada, de recuperar agencia y poder hablar de ello.

En esa línea, tu obra tiene un tono algo onírico, entre la vigilia y el sueño, como si se situase en un territorio de memoria fragmentada. ¿Te atrae el mundo de los sueños de manera específica?
Entiendo que sí, pero sin querer caer en algo muy explícito. En la figuración es muy fácil tender a representar escenas de manera muy clara, y sin pretender criticarlo, siento que en mi caso las imágenes que no se acaban de entender del todo me ayudan. Por eso, yo todo lo emborrono. El hecho de que mi trabajo entre dentro de un lenguaje y un estilo indefinido, algo onírico, me permite no encerrarme a mí misma y mutar las ideas todo el rato. Y a mi, que no me caso con nada, ni con nadie, eso me viene bien.
Al final es un trabajo de: “Vale, hago esta imagen, la borro, quizá aparece otra, la vuelvo a borrar y de ahí sale algo que no se acaba de entender.” Es algo más de borrado, para que quede lo mínimo visible y lo más abierto posible. Utilizo lijas, goma, capas y veladuras, pero no en el sentido tradicional del óleo, de ir sumando capa tras capa para conservarlas, sino todo lo contrario. Detrás de ese trabajo hay tiempo, hay horas, pero quizá solo se vería con rayos X. No hay esa masa, esa continencia.
Yo admiro muchísimo a aquellos de mis colegas pintores que son personas pacientes, que trabajan fijos en una idea. En mi caso, es más: “Venga, hay esto, pero ¿y si dejamos que sea otra cosa totalmente distinta?” Siempre dejo bastante reposo, aunque pinte rápido, solo para mirar el cuadro, fumar y pensar si puede llegar a ser algo completamente diferente, o si hay que borrarlo, y ver en ese borrado qué se conserva y qué puede llegar a aparecer.
Las piezas grandes pueden dar pie a interpretaciones muy dispares y todas me parecen igualmente válidas, porque ni siquiera yo tengo una interpretación fija de lo que hago. La mayor parte del tiempo no tengo ni pajolera idea, básicamente.
También has mencionado tu interés por el manga, y quería preguntarte sobre esa influencia, que aún hoy se nota mucho en las caritas que aparecen en tus piezas. ¿Te interesa que se mantenga ese rastro de tu pasado?
Está ahí, sí, y me place bastante. De pequeña, entre los seis y loa once años, ya había reunido una gran colección de cómics en casa. Siempre lo consumí muchísimo. La gente de mi generación pasó un poco por lo mismo. Aunque en clase, junto con un par de amigas, éramos las “frikis del manga”. Íbamos a salones, nos disfrazábamos, hacíamos todas esas cosas. De repente, me alejé totalmente de eso.
Con los años, de pronto vuelve a estar presente en mi dibujo, lo busque o no. En algunos momentos me ha funcionado remitirme a ello como recurso estilístico. Ahora quizá no esté en esa línea, pero se conserva algo de ello todavía. Sale de manera inconsciente. Cuando dibujo sin pensarlo demasiado, no hago una cara académica, me sale ese pequeño toque manga. Y me encanta que sea así, que queden en mí cosas de esa época.

¿Hay otras referencias que reconozcas en tu trabajo?
Claro, soy consciente de que cualquier persona al hacer, se está reapropiando de algo, más allá de su intencionalidad.
Un amigo me preguntó hace poco por aquello que me había inspirado, en la adolescencia, a pintar y a hacer estas cosas. Él lo tenía bastante claro. La verdad es que yo me quedé congelada. Le dije que de pequeña quería ser vagabunda, y eso es verdad. No sé, la lista de cosas es infinita… Supongo que, en mayor o menor medida, es todo.
En cuanto a la pintura, tengo pequeñas obsesiones que varían. Ahora mismo, así más contemporáneas, y que trabajen figuración, para acotarme… pues Marlène Dumas me encanta, el trabajo de Luc Tuymans, Mamma Anderson, Ambera Wellmann, Peter Doig, Tracey Emin… Pero también cosas más dulces, como Milton Avery o Alex Katz. Pero ya los conocéis, no quisiera hacer de esto una consecución de apellidos, o peor aún, dejarme de importantes y luego arrepentirme.
A todo esto, evito mirarlos mucho. Si no, acabas cayendo en la obviedad. Prefiero la literatura, la fotografía o el cine si lo que quiero es coger ímpetu. Ahora me estoy leyendo “Las Olas” de Virginia Woolf, y hace poco disfruté mucho “El hombre del Jazmín” de Unica Zürn. Fueron las dos lecturas del verano que más me han impactado, ambas recomendadas por una buena amiga. Seguro que saldrán cuadros de eso, o algún poema. A su vez leo mucho ensayo, filosofía… De ahí saco argumentos, me reestructuro y me templo un poco. Supongo que también es una forma de inspirarse y de ejercitar la capacidad de descarte.
Y, claro, charlar y ver el trabajo de mis colegas, que son buenísimos. En Barcelona hay mucha gente haciendo un excelente trabajo.
Has escrito sobre la relación entre lo íntimo y lo mítico, además de referirte al bestiario medieval que propusiste para la residencia en Casa Antillón. En tu pintura, ¿cómo exploras esa conexión entre lo cotidiano y lo fantástico?
Hace unos años quizás entendía ese espectro fantástico de una manera más literal. Tiraba hacia el simbolismo y la mística, lo incluía en mis pinturas. Dibujaba criaturas, mitad humanas, mitad animales. Luego, poco a poco, no es que me haya desprendido de esa magia, pero sí la he aterrizado mucho más en lo cotidiano. Allí ha encontrado su objeto.
Mis intereses en ese aspecto han ido posándose en cosas con las que me encuentro en mi día a día, en lo que toco. Sobre todo, en vínculos entre personas, como ya he dicho, pero también con otros seres, como este árbol tan fantástico que tenemos aquí...
[Iris señala por la ventana a un bonito árbol del amor, que se mece, tranquilo, al son de la brisa.]
La figura del caballo, un animal con fuerte simbología, se repite en tu obra. ¿Tiene algún significado específico para ti? ¿Qué buscas transmitir con esta imagen?
Creo que también debe tener que ver con mi familia, con los veranos de mi infancia. Mi abuelo tenía un caballo cuando yo era pequeña, y no lo recuerdo tanto, pero hay muchísimas fotos en su casa de este animal. Imagino que, en ese rescate, el caballo está siempre presente.
También hay ese punto que tiene que ver con la pintura y el caballo, así más en términos generales. Realmente creo que no hay un animal más gustoso de pintar: por todos esos volúmenes, por todo lo que representa, también por su fuerza. Aparte, pinto mucha figura femenina en diálogo con el caballo, llevándolo a la sutileza, sacándolo del típico retrato del monarca montando. Pero vaya, nada que no se haya hecho ya miles de veces.
Para mí son animales muy tiernos. Mi prima trabaja con caballos. Intento ir a visitarla de vez en cuando a las hípicas, aunque ahí no están bien del todo, supongo. Pero me encanta ver cómo
caen, cómo toda esa fuerza se desprende. Es un animal muy... Bastante ingenuo en el fondo, aunque no lo parezca. Verlo caer es increíble, igual que verlo trotar. Hay un desprendimiento especial en sus cabellos, en sus gestos y en sus interacciones que me interesa traer a mi terreno. Pero, vamos, eso: que, sobre todo, porque pintar caballos es un gusto increíble.

En general, el mundo natural está muy presente en tus cuadros. ¿Hay intención de darle vida a esas formas en tu trabajo?
Probablemente sí. No es que se la dé, es que ya la tienen para mí. En este caso, creo que también guarda relación con el anhelo. Vivo en la ciudad, en el centro de Barcelona. Aun así, interactúo muchísimo con... Bueno, ¡Por suerte aún tenemos árboles por las calles! Es algo que me da un respiro y que me gustaría tener más presente.
Darles vida, no sé. Tienen la misma simpatía o antipatía, carácter, o lo que sea, que cualquier personaje que pueda pintar. Para mí no sería tan distinto de pintar un cuerpo humano. Este cuadro, por ejemplo, es un paisaje. Este otro, que son genitales y una mano, también es un paisaje. No veo tanto los puntos en los que se separan. Pero sí que es cierto que el lugar de partida a veces es un poco eso: el anhelo, la falta de contacto...
También me pasa que cuando quiero algo y no lo tengo, incluso cosas muy tontas, como unos zapatos que me encantan, pero que quizá no me puedo comprar, tiendo a pintarlos. Creo que con el paisaje me pasa eso. Cuando tengo necesidad de algo, siento que pintarlo es una forma de colmarlo, de generar mundos... No sé si me encanta esta frase, pero sí, esa es la idea.
De hecho, hay una corriente histórico-artística que defiende que toda creación es una proyección del deseo del creador.
Comparto bastante. Sí, sí. Está eso de que “El amante siempre precede al pensador...” Que aquello que queremos es aquello que creamos, básicamente.
Claro, también podemos proyectar un rechazo muy fuerte en el arte, pero, igualmente, ese rechazo es un tipo distinto de deseo, ¿no es así?
No creo que podamos pintar cosas que realmente no anhelemos o no tengamos presentes de alguna manera. Y, si hay alguna forma de hacerlo, de desprendernos de ello, me encantaría que alguien me la explicara.

Muchos de tus dibujos son a lápiz, un material transmite cierta fragilidad. ¿Te interesa ese sentimiento de lo frágil, lo vulnerable?
Sí, las cosas mínimas me interesan mucho. No dibujo tanto en obras finales, aunque en la última exposición, por ejemplo, presenté un dibujo. Exploraba la fragilidad del lápiz, pero quise dar un pasito más: la obra estaba compuesta por ocho capas de papel vegetal, cada una con una línea muy fina de lápiz, que al sumarse generan algo distinto. En muchos cuadros grandes conservo el trazo de la línea del lápiz por fuera, o incluso lo repaso. Creo que mantiene algo de frescura.
Cuando empecé a estudiar se me criticaba mucho esto. Algunos profesores más tradicionales me decían: “Vienes de la ilustración, estás haciendo otra cosa, esto es pintura”. Lo tomé como una crítica fuerte en aquel momento. Pero ahora es algo que intento abrazar. Me da otra perspectiva. Puede ser pintura al óleo, sí, pero es que el óleo es infinito. Entonces, cuando en lugar de sacar capas y volúmenes, haces una capa muy fina, diluida, casi como acuarela, y la encierras en un lápiz... Sigue siendo óleo, pero con otro carácter.
A mí el lápiz me encanta. A veces me gustaría conservarlo más. En las próximas obras creo que voy a intentar que esté más presente. A veces me cuesta un poco. Parece que desde la autocrítica me digo que está poco trabajado, casi a “medias”. Me da la sensación de no llegar a profundizar en la técnica. Quizás todavía me tengo que quitar de encima algunos prejuicios.
Realmente lo que más gusto me da es dejar esos espacios en blanco, esa cosa a medio hacer.
En ese sentido, hoy en día sigue habiendo ciertas ideas canónicas de lo que tiene que ser la pintura, un discurso más académico o institucional. Usar el lápiz también es una manera de hacer lo que te dé la gana, ¿no?
Sí, totalmente. A mí me fue bien estudiar pintura para que me enseñaran ese tipo de reglas, y quizás rechazarlas un poco al principio, para luego volver a ellas, habiendo conservado lo que disfruto.
Pero sí, me decían cosas como: “No encierres en línea los cuadros”. Luego, en una de las primeras clases de dibujo, pusimos todos los dibujos en el suelo y no se sabía cuál era de quién. Al ver el mío, el profesor dijo: “Esta persona probablemente tiene dislexia”, porque no encajaba bien. Me dio un ataque de risa.
Tanto el reborde a lápiz, tan sencillo, como el tema del encaje, son cosas que todavía pueden llegar a criticarse en la academia, pero de las que yo me he reapropiado en mi trabajo.
En esa línea, ¿De dónde crees que viene el interés por pintar sobre madera, un material menos típico para esto que, digamos, el lienzo?
Es un material que está muy presente en esta nave, que utilizan mis compañeros. Aquí tenemos máquinas para cortar, lijar... Siempre aparecen pequeños retazos que quedan huérfanos y me regalan. Algunas sí que las he comprado, pero casi todas son restos: se nota porque tienen clavos, marcas... Eso me gusta, ir reaprovechándolos.
Y, bueno, antes de que se me olvide: también me ayuda a quitarle peso. Cuando trabajas en tela, en lino, con materiales caros, vas con más miedo. Cuando es algo que te has encontrado debajo de una máquina, tirado en el suelo, te sientes más libre para jugar.
Me da la sensación de que tus obras pequeñas tienen algo de fragmentario, como si fuesen partes de un todo mayor. ¿Es algo intencionado?
Sí, muchas veces mis obras las encuadro entre dos polos opuestos: la lejanía total o el super-zoom. Intento jugar entre estas dos cosas. La lejanía total da imágenes de personajes flotando en la nada. El macro-zoom tiene un efecto parecido de difusión y dispersión. Jugar con ambas me permite explorar esa línea de vacío, de falta de contexto o información.
También siento que hay algo en ellas de ventana, de hueco a través del que observar. ¿Cómo lo ves tú?
Me encanta que digas esto; nunca lo había pensado. Justo tengo una exposición el año que viene con un compañero. Queríamos hacer una casa y había muchas formas de afrontarla. Finalmente, lo que se verá en los cuadros serán las ventanas al interior.
Voy siempre con el móvil tomando fotos de gente de espaldas, como un acto de mirar desde lejos, un poco vouyeur, pero tímida. El móvil acaba siendo una ventana, una separación entre lo que sucede y yo, generando cierta distancia. Así que, sí, creo que sí. Pero tengo que pensarlo un poco más.
Otra cosa que pensé la primera vez que vi tu obra en directo, cuando el pintor Álvaro García me enseñó la obra que te había comprado, es que parecía casi un pedazo de un diario. ¿No sé si lo ves así, como algo muy íntimo, poco pensado, pero que transmite mucho?
También puede ser, sí... De nuevo, no lo había pensado tanto. Pero, ahora, de pronto, como me lo dices, sí tiene sentido. Puede ser que las piezas pequeñas me las tome más como un diario.
Al final, no suelen ser imágenes que premedite, sino algo con lo que estoy jugando, y dependiendo de cómo tenga el día, surge una cosa u otra. Por ejemplo, esto salió de un libro que me encontré en casa de mi madre, de unos periquitos. Ese día vine aquí directamente y pinté un periquito. Otra cosa es que, aunque tampoco estén pensados, algunas veces quedan bien entre ellos.
De hecho, vi en Instagram que creaste una formación con todos ellos, como si fueran un puzzle. ¿Los concibes en conjunto? ¿Tienes intención de establecer una narrativa entre ellos?
Cuando empecé a pintar en maderitas la última vez — o sea, en la última tanda de tablas que compré — hice todos los bocetos numerados, con el tamaño que debía ocupar cada uno... Preparé una composición muy pensada: color, forma, referencias, todo eso. Luego me di cuenta de que empezaba a pintar intentando reproducir lo que había planeado, y, de pronto, esa forma geométrica acababa siendo... Yo qué sé, otra cosa totalmente distinta.
Entonces fui incapaz de componerlo como lo había planeado. Me aburrí. Pero luego pensé: bueno, quizá pueden componerse de otra manera, simplemente haciendo muchos y luego viendo si encajan de forma aleatoria. Planear en pequeño me costaba bastante. Sentía una presión que no busco tanto en ese formato.
Así que sí, hay algunos que van bien juntos, incluso por temática, pero otros no sé cómo juntarlos. Aunque me gusta más ver cómo lo que he hecho en días distintos de repente puede encajar. Eso me interesa más. También me divierte llamar a mis compañeros de taller y preguntarles: “¿Tú cómo montarías este puzzle?”.

Antes, viendo los cuadros pequeños, tanto los paisajes como los que muestran patrones y diseños repetidos, pensé que transmitían algo muy musical, una especie de ritmo interno. ¿Ves algún tipo de relación entre tu forma de crear y la música?
Probablemente la tenga. Porque mira, por esto me odian mis compañeros de taller: pongo muchísima música, bastante alta, y además siempre intercalo estilos muy diferentes. Cambia mucho lo que pinto dependiendo de lo que estoy escuchando. Es un poco como cuandolees un texto con música clásica de fondo: de repente te parece mucho más épico, como ¡guau, esto que escribí es buenísimo! Luego quitas la música y ya no es para tanto.
Pues imagino que con la pintura pasa algo parecido. Sí que hay mucho ritmo, sobre todo porque son piezas muy rápidas. Son cuadros que me pueden llevar como máximo veinte minutos. Entonces, claro, necesariamente hay muchísimo movimiento. Y puede que esté acompañado por la música, sí, probablemente.

En el proceso de crear estas obras con movimientos rápidos e involucrar tu cuerpo directamente en lo que haces, ¿hay algo de terapéutico?
Sí, los pequeños yo creo que me curan un poco. Por eso: porque me permiten soltar el control, que creo que es algo que me viene bien. No hay esa pretensión de gran obra, de proyecto. Simplemente puede funcionar o no. Si no funciona, le das la vuelta y pintas por detrás, y ya está. Me permite soltarme y estar presente en la materia, en la pintura. Por eso también tienen más textura, creo. Ahí no borro tanto, también juego más con el color.
En cambio, el cuadro grande me parece todo lo contrario, lo sufro mucho. Claro, por eso borro tanto, por eso lo lijo tanto, porque nunca estoy conforme. Voy quitando, quitando, hasta que llega un punto en que... Eric, mi compañero, se ríe de mí porque dice: “Verte pintar un cuadro grande es como presenciar un parto”. Y es bastante así. A veces incluso lloro, aunque también tiene sus buenos momentos.
Al final, un cuadro grande es un lugar en el que entras. Uno pequeño es como una ventanita a ese lugar. Pero un cuadro grande puede invitarte o repelerte, y eso me preocupa bastante. Me gustaría que la gente quisiera entrar en mis cuadros. Entonces me lo tomo más en serio, pero eso me genera sufrimiento, porque entra el full control.
Las primeras capas las disfruto porque hay movimiento, como en los pequeños. El pequeño lo trabajas en la mesa, se recoge. El grande es más físico: mueves el brazo, te agachas. Yo, que soy pequeñita, me subo a sillas. Es otro tipo de involucración corporal. Anímicamente supone un reto.
También porque, a veces, trabajando con poca materia, un gesto de más puede no tener vuelta atrás. Y cuando no hay vuelta atrás, eso se va a la basura, porque ya no tienes ganas de seguir. Eso me genera presión. Por eso creo que los pequeños son más terapéuticos. Siempre intento, cuando trabajo en algo grande, ir haciendo varios pequeños al mismo tiempo.
Para cerrar, ¿Algún sueño o plan de futuro?
Poder seguir pintando el resto de mi vida sería lo ideal. No tengo grandes pretensiones. Poder dedicarme a la pintura (y en mi opinión, la pintura es algo muy amplio, que engloba muchas cosas), es algo a lo que puedo aspirar, claro, aunque sea a hacerlo de forma humilde. En el tiempo en el que estamos, es una ardua tarea. Pero confío y entiendo que es también de a poquito, un trabajo de hormiga, una carrera de fondo.
Si tuviera un gran sueño artístico, sería aprender a pintar bien: estar conforme y satisfecha con lo que hago, y que la gente lo reciba de la misma forma. Eso sería todo.
Entrevista por Whataboutvic. 06.10.2025
















